Fue hace algunos años en un viaje al desierto de Marruecos, al parar en una gasolinera se nos acercaron unos niños que vendían pequeños camellos trenzados con hojas secas de palmera, uno de ellos con una mirada especial nos preguntó de dónde éramos, al decirle de Cádiz nos respondió «¿de Cádiz? … ¡aroaro!»
De ese viaje volvimos con los camellos de Caracola, (que así era como se llamaba el niño) y el recuerdo de su sonrisa infinita.